“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque él que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará” (Mt 16, 24-25). Renunciar a uno mismo por Jesús. Perder mi vida para encontrarla. Suenan duras estas palabras de Jesús. Es más: una sociedad en la que -legítimamente- se busca una realización, una plenitud, esta invitación parece un poco más que duro; suena contracultural.
Recuerdo una clase en la que una persona me decía que dudaba en acercarse más a Dios, porque creía que Dios le iba a pedir demasiadas cosas, cosas que no iba a poder cumplir. Así, parecieran abrirse dos caminos: o busco mi propia realización -mis metas, mis objetivos profesionales, económicos- o sigo a Jesús. Parecieran ir por carriles separados nuestra fe y la búsqueda de estas metas personales.
¿Puede mi fe en Cristo, entonces, ser un obstáculo para alcanzar mis metas? En principio, no son incompatibles. Tampoco son identificables, ya que Jesús no vino a garantizar éxito económico o profesional (al cual haría referencia una teología de la prosperidad). Pero no solamente no son incompatibles, sino que, incluso, la fe nos abre caminos de mayor excelencia y creatividad, de mayor generosidad y sentido, en esa búsqueda de plenitud.
Una fe que abre caminos
¿Por qué podemos decir que nos abre caminos? En primer lugar -y principalmente- porque nos abre a metas más altas. Esto es, la fe no apunta a un objetivo humano (por ejemplo, libertad financiera), sino que nos abre a objetivos que no son alcanzables con las solas fuerzas humanas: entrar en comunión con Dios, participar de la vida divina. Pero al hacernos entrar en contacto con esta meta más alta, nos permite poner en perspectiva otras legítimas metas humanas (que devienen en “intermedias”).
Dios no quita nada, sino que lo da todo (cfr. San Juan Pablo II, 22 de octubre de 1978). Pero no porque Dios se convierta en un dispenser de cosas que necesito, sino porque Él puede darnos lo único que sacia nuestro corazón: “Nos has hecho, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (San Agustín; Confesiones I, 1, 1). Cuando hemos descubierto aquello que realmente plenifica nuestro corazón, ahí sí las metas humanas se relativizan. Pero no porque sean malas en sí mismas, sino porque hemos encontrado lo que realmente nos plenifica, lo que nos lleva a la mejor versión de nosotros mismos. “El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo” (Mt 13, 44).
En segundo lugar, la fe nos lleva a hacer las cosas de una manera diferente. Recuerdo, hace varios años en una misión, un hombre que me compartía el impacto que tuvo en su vida el acercarse a Dios: un hombre alcohólico, violento, a punto de aislarse de su familia, y con dificultades para cumplir con sus responsabilidades laborales. El acercarse a Jesús lo ayudó a encontrar motivaciones nuevas y más profundas para simplemente hacer lo que tenía que hacer: cuidar a su familia, trabajar. Todas esas metas humanas las pudo realizar gracias a Jesús. Este hombre experimentó cómo la fe en Él lo había rescatado y le había permitido cumplir las metas que en el fondo quería alcanzar, pero no encontraba la manera y los recursos para hacerlo.
La gracia nos impulsa hacia nuestras metas
La gracia de Dios nos impulsa a hacer aquello que nos lleva a nuestras metas (buenas y honestas, claro está), pero no ya como lo hace el mundo, sino con un sentido nuevo y plenificador. En esta línea, la infancia espiritual de Santa Teresita es una escuela de santidad y una invitación a “hacer las cosas ordinarias de manera extraordinaria”. Es decir, la perseverancia y la excelencia para hacer aquellas cosas que nos acercan a nuestras metas encuentran una nueva motivación. Una motivación que, incluso, muchas veces no nos terminan de brindar las mismas metas humanas. Una vez, santa Teresa de Calcuta recibió la visita de un periodista, quien compartió todo un día con ella, viendo cómo cuidaba a enfermos y moribundos. Terminando la jornada, el periodista le comentó: “Yo no haría lo que usted hace ni por un millón de dólares”. A lo cual ella respondió: “Ni yo tampoco… lo hago por Jesús”. La santa de Calcuta encontraba la fuerza en su día a día gracias a su encuentro personal con Jesús Eucaristía. Y todo lo que humanamente logró (Premio Nobel de la Paz, miles de casas en todo el mundo, etc) fue gracias a la fe.
En resumen, la fe, lejos de ser un obstáculo a nuestras metas, es un impulso a ellas. Porque las contextualiza y les da un marco más amplio, y además nos da motivaciones nuevas y más profundas para llevarlas a cabo.