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La fe nos enseña la escucha activa

La escucha activa es una de las herramientas más valoradas y constituye una de las claves del liderazgo. Más allá de las herramientas, ¿cómo podemos desarrollar esa escucha?

El liderazgo y la escucha

Si uno busca en Google la palabra “liderazgo”, encontrará más de 540 millones de resultados; en inglés –leadership– unos 4.730.000.000 resultados. Si uno busca libros referidos al liderazgo, encontrará una inmensidad de títulos; por ejemplo, en Amazon, leadership books arroja más de 60.000 libros.

Rápidamente podemos concluir que el tema del liderazgo llama nuestra atención en la actualidad. ¿Y por qué llama la atención este tema y no -por ejemplo- el tema de la seguridad vial? ¿Por qué no encontramos 60.000 libros sobre cómo cruzar el semáforo en verde en lugar de cruzarlo en rojo? No podemos decir que “es más importante uno que el otro”, ya que en este último caso podría entrar en juego la vida de las personas. Quizás se deba a que encontramos más fácilmente personas que sepan usar el semáforo antes que personas que sepan cómo conducir y acompañar a un grupo de personas.

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Ahora bien, ¿qué hace a alguien un buen líder? A esta altura, con tanta tinta volcada debería haber cierta claridad. Al menos sobre algunos principios básicos del acompañamiento y guía de otros. Y uno de los motores del liderazgo es la escucha. Difícilmente encontremos un libro sobre el liderazgo que no rescate el valor de la escucha activa. Al menos yo no lo he encontrado todavía. Nuestra misma experiencia personal puede dar cuenta de la diferencia que conlleva -con un múltiple impacto- el tener un líder que escucha y otro que no. Podría traer innumerables ejemplos (sea en sesiones, capacitaciones, charlas de amigos y la propia experiencia) como testigos del rol decisivo de la escucha.

Todos necesitamos ser escuchados. Y por eso todos necesitamos aprender a escuchar. Sin embargo, por más claridad que haya sobre la necesidad de saber escuchar, no siempre es fácil llevarlo a la práctica. No quiero detenerme en las herramientas concretas que nos ayudan a hacer una escucha activa; sin duda que son valiosas, pero antes quisiera aportar una mirada respecto a la escucha y la aplicación misma de las herramientas de escucha activa.

Podemos considerar que escuchamos cuando comprendemos el punto de vista del otro: qué piensa, dónde está parado, lo que siente, prioriza, lo que se cuenta a sí mismo, lo que pide, ofrece, etc. Al mismo tiempo, constatamos esa escucha cuando la persona que es escuchada se siente y sabe comprendida, no juzgada. Y esto logramos hacerlo a través de intervenciones concretas: preguntas cerradas, abiertas, parafraseo, etc. No obstante, estas mismas herramientas concretas pueden ser usadas con un fin distinto a una escucha genuina. Pueden usarse para sacar información a alguien, para manipular, etc. Y cuando así ocurre, la percepción del otro no se traduce en “me supo escuchar”, sino en “me manipuló”, “me sacó información”, etc.

Es que para poder escuchar no basta con aplicar técnicas concretas. Hace falta despertar una mirada diferente hacia el otro. Una mirada que sepa ver “al otro como un verdaderamente otro”, y no como un objeto de manipulación o una fuente de información que satisfaga necesidades propias o curiosidades.

Necesitamos ser escuchados

¿Cómo hacer para desarrollar esa mirada de respeto y curiosidad, y que al mismo tiempo que nos permita escuchar amorosamente al otro? Hay varias aristas para responder a esta pregunta. Quiero detenerme en la que creo es la más decisiva: haber sido escuchado. El haber hecho experiencia propia del valor y de lo habilitante -e incluso sanador- que resulta ser escuchado, comprendido. Claramente, esto se nutre de diversas experiencias. Aquí pienso en el valor inmensurable de la confesión sacramental, de la dirección espiritual; el valor de otros medios humanos: una charla de amigos, en familia, en el trabajo, etc. Lo mismo podemos atribuir a intervenciones profesionales: sesiones de coaching, terapia, etc.

Cuando esa escucha no se reduce a los tecnicismos de las herramientas, sino que -a través de esas mismas herramientas- amamos concretamente a quien nos está hablando, mostramos una escucha amorosa. Esta escucha despierta una confianza mutua, despierta al otro la conciencia de su dignidad.

Es la propia experiencia la que abre a poder escuchar de esta manera. Y sinceramente creo que la experiencia de fe (en particular la oración y la dirección espiritual) la que nos enseña de manera única y particular esta mirada amorosa en la escucha. Porque en la vida de fe aprendemos a sumergirnos en el misterio del amor de Dios. Un Dios que escucha pacientemente en el sagrario. Un Dios que está en ese mismo sagrario por amor. Un Dios que ha guiado pacientemente a su pueblo, le ha enseñado el mandamiento principal: el de escuchar a Dios y amarlo con todo el corazón (cfr. Dt 6, 4-9). Un Dios que ha guiado nuestra propia vida, aunque a veces cueste reconocer su Presencia amorosa y providente.

Cuando nos encontramos con Dios, aprendemos a vernos a través de su Mirada. El descubrir lo que somos y valemos -que valemos la sangre del Hijo- nos despierta a una conciencia radicalmente distinta de nuestra dignidad y de nuestra propia historia. Así, sumergirnos en el misterio de Dios nos enseña a comprendernos a nosotros mismos como un misterio. Y cuando uno se descubre como misterio a los ojos de Dios, aprende a no juzgarse tanto, a encomendarse más a Él, a dejar más cosas en el altar y al juicio sabio y misericordioso del Padre. Como decía San Pablo: “ni siquiera yo mismo me juzgo” (1 Cor 4, 3).

Hacer esta experiencia en carne propia nos abre a reproducirla con el prójimo. Y así saldrá más espontáneamente la escucha antes que el juicio. Desde ya que esto no debe llevarnos a concluir que no podemos hacer juicios sobre las acciones (propias o ajenas). Pero sí, saber que el plantarse de cara a Dios, y el aprender a vernos desde los ojos de Dios -ojos más misericordiosos que los nuestros- nos permite empezar a vernos de manera diferente. Y esto nos abre, al mismo tiempo, a descubrir en el otro un misterio a escuchar con curiosidad, con respeto, con caridad.

Concluyendo, creo que buscando una profunda vida espiritual podemos encontrar el terreno fértil para que, adquiriendo herramientas concretas de escucha activa, podamos tener una mirada amorosa desde la cual el otro se sepa escuchado y comprendido. ¿Cómo sería nuestra realidad si aprendiéramos de la escuela cristiana de la escucha? ¿Cómo sería nuestro mundo, nuestro país, nuestro trabajo, nuestra familia, si encontráramos líderes que sepan escuchar con esta mirada respetuosa y llena de caridad?